Palpitaciones. Sudor
frío. Olor a cortina apolillada. Y la gente empieza a entrar. «Era aquí,
¿verdad, cariño? ¿Nos sentamos?» ¡Oh, Dios mío, no...! ¡Este foco no va! Vale,
vale... tranquilízate, campeón. Todo se solucionará... Ruido de pasos caminando
sobre la madera del suelo. Falta de aire. Temblor en los dedos (que están fríos
como carámbanos). Un último intento: arriba con ese interruptor... Y al
comprobar que, con el toque de una yema, se encienden las luces del escenario,
suelto un suspiro que me deja vacío. «¡Míralo, si está ahí arriba, donde la
platea... ! ¡Eh, Pablo, que al final hemos venido! ¡Mucha mierda!» Mierda,
mierda, mierda... La palabrita de marras se me mete entre sien y sien mientras
contesto a mis amigos con una sonrisa nada confiada desde el control de luces,
allá, perdido en el kilómetro ocho del palco.
«Vamos, ya está la
cosa lista. Un último descenso a los infiernos para desearles suerte a mis
chavales, y arriba el telón» me dice la conciencia. Y la verdad es que, si yo
estoy nervioso, imaginaos lo cardíacos que me voy a encontrar a mis morfeos,
perdidos en ese mar de ropa, atrezzo barato y textos de por si acaso...
Y mientras recorro a
trompicones, apestando al sudor de ese que sueltas cuando tienes miedo, las
escaleras hacia el escenario, una voz me dice: «¿Quién cojones te mandaría a ti
meterme en este embolao, so imbécil?» ¡Pues sí que estamos buenos, la verdad!
Estoy ahora como para ponerme a recordar cómo empezó la aventurita esta...
Una tarde de verano,
una fantasía conjunta, un escenario imaginario con gente desconocida
interpretando papeles aún por repartir... ¡Qué bonito fue soñar aquello! Dos
amigos que se despiden, uno que se va a otra ciudad para iniciar la
universidad, y el otro que se queda esperando cumplir un año más para reunirse
los dos, al fin, en la misma ciudad, en la misma universidad, y poder hacer
realidad, de una vez, el sueño de aquella noche de verano: vivir el teatro
desde dentro, fundando su propia compañía y montando su propia obra... Aquellos
dos chicos lo habían conseguido; de hecho, uno de ellos es el histérico que
ahora baja las escaleras a todo correr.
En pleno cénit del flash-back,
el olor a terciopelo raído de las cortinas que tapan el acceso al escenario me
devuelve a la realidad. Subo discretamente al lateral de la escena y me meto a
los camerinos. Allí me encuentro con un ambiente de puro nervio tan denso y
agobiante que casi me pongo a hiperventilar. Mis cinco actrices y mis dos
actores están que no caben en sí. Apenas notan que acabo de entrar, me
bombardean a preguntas sobre la afluencia de gente que ha venido a presenciar
este, nuestro primer estreno como grupo de teatro.
—Tranquilos,
tranquilos... —digo, aunque yo mismo podría pasar por el más excitado—. Sólo
tenemos que tratar de recuperar el mejor ensayo que hayamos hecho, ¿bien? El
público está esperando ya, de forma que preparaos a conciencia... Y para
aligerar esos pulmones... venid aquí: hagamos El Conjuro.
«El Conjuro...», una
vieja fórmula mágica que, antes de cada función, gritaremos todos juntos, con
fuerza, apretando las manos unos con otros.
—Dadme la mano—, y
extiendo la mía, húmeda y temblorosa. Se le van sumando las de mis compañeros.
El rumor del público arrecia—. Tomad aire. Vamos, respirad hondo—, todos
llenamos el pecho de energía, de ganas de gritar, de salir a escena de una vez
y comernos el mundo a golpe de focos—.
Bien, y ahora repetid conmigo: «Que-to-do-sal-ga-bien-y-si-no-mier-da»
Y ya en la mesa de
luces, a mitad de la primera escena del acto segundo, ya todo calmo, todo
transcurriendo según preví; aún en mi oído resuena con fuerza ese grito conjunto
en el que todos habíamos puesto nuestro miedo, nuestros nervios, nuestras ganas
de que todo empiece, de que acabe y de que podamos repetir.
Nunca se borrará de
mí aquel grito mágico. Aquel:
¡¡¡QUE TODO SALGA
BIEN, Y SI NO... MIER-DA!!!